—Mamen, quiero que vayas al servicio y hagas desaparecer ese tanguita como por arte de magia y que luego aparezca en el bolsillo del pantalón.
Mamen se sintió acompañada de todas sus miradas deseosas en su camino hacia el servicio. Se movía rítmicamente pero sin exageración. Cada paso era seguido por aquellos alelados con más expectación que los lanzamientos de penalti en una final de la Champions.
Al cabo de un par de minutos, estaba de nuevo conmigo y yo con las tanguitas en el bolsillo de mi pantalón. Sin embargo estaba dispuesto a comprobar, o mejor, a que Mamen a estas alturas no llevaba nada debajo de su falda. Me acerqué a su oído:
—Dejaré caer tu cartera, así que al agacharte has de dejar ver a todos tu culito.
En un instante sucedió aquello de a un panal de rica miel diez mil moscas dejaron todo lo que hacían para admirar aquel producto made in Spain que Mamen les ofrecía. Aunque todos miraban, había uno que se la desayunaba, se la almorzaba, se la merendaba y hasta se la cenaba con sus ojos. Estaba como a cuatro metros de nosotros. Un tipo alto, trajeado, que rondaba los cuarenta, aparentemente nervioso y con pinta de ejecutivo algo indeciso.
Mamen se sentó de nuevo. Podía presumir de ser la que en el local registraba el “prime-time” de máxima audiencia. Unos agotaban su cerveza, otros aniquilaban sus cigarrillos, otros simplemente babeaban, otros imaginaban tener en su boca aquellas dos inmensas razones que Mamen se sentía orgullosa de mostrar.
—¿Serás capaz de sorprenderme esta noche? —dije a su oído tras apurar mi último trago de Jack Daniels.
Ella sonrió en señal de complicidad.
Seguimos riendo, acariciándonos, sintiendo el calor de nuestras miradas, mientras pedíamos una nueva copa. Nos morreamos y no pasaron diez segundos para ver como ella dirigió su vaso de tubo a su entrepierna y como sin querer lo frotó pausadamente. La seguí con la mirada e igual que yo otros tantos, entre ellos el hombre del traje gris. Pronto dejó de frotar, cogió el vaso y lo puso en mis labios.
—¡Embriágate de mí!
Y eso exactamente hice. Pasé la lengua a su alrededor trasladando las mejores expresiones de gusto al relamer y reconocer su íntimo sabor. ¡Qué bien sabía aquel Havana 7 años, mezclado con el aroma de su coñito! Seguramente cualquier barman se hubiera deslumbrado de encontrar la fórmula perfecta para un cóctel más perfecto aún.
En unos instantes noté como mi polla comenzaba a mantener una lucha constante con mi ajustado pantalón, como pedía encarecidamente ser liberada de tal esclavitud. Mientras mi cerebro paladeaba las placenteras sensaciones que me habían producido en las noches anteriores los fluidos emanados del coñito de Mamen.
—¿Te gusta?
—Sencillamente genial —y a fe que por cómo me había puesto no podía decir otra cosa.
(Continuará)