La penumbra del club estaba teñida por el humo y el dorado reflejo del saxofón que dominaba la pequeña tarima.
Ella estaba ahí, cruzada de piernas, con un vestido negro que abrazaba sus curvas y dejaba a la vista un escote sutil, suficiente para encender pensamientos.
Los acordes del piano acariciaban el aire mientras yo me acercaba, incapaz de apartar la mirada de la forma en que sus labios, húmedos por el trago, jugaban con el borde de la copa.
—¿Vienes aquí a menudo o solo esperabas a alguien como yo? —le pregunté, inclinándome lo justo para que nuestras miradas se cruzaran.
Ella sonrió, una mezcla de desafío y tentación, y se inclinó hacia mí, lo suficiente para que su perfume, intenso y especiado, llenara mi espacio.
Su voz era grave, como un eco de los tonos bajos del contrabajo que marcaba el ritmo de fondo.
—Quizás estaba esperando que te atrevieras.
La música se volvió un murmullo mientras su mano se posaba en mi pierna, rozando con una suavidad casi imperceptible el límite entre lo casual y lo intencionado.
Su pulgar trazó un pequeño círculo, dejando una estela de calor a través de la tela.
—Baila conmigo —susurró, tomando mi mano y llevándome a un rincón más apartado, donde las luces apenas rozaban la piel y la música parecía menos importante que el latido acelerado de nuestros cuerpos.
Sus caderas se movían al ritmo del jazz, pegadas a mí, cada movimiento una promesa.
Su respiración se entrelazaba con la mía, su cuerpo presionando el mío con una urgencia que ninguna palabra podía disimular.
Sus uñas se hundieron suavemente en mi espalda mientras sus labios rozaron mi cuello, encendiendo cada nervio de mi piel.
El club desapareció, quedando solo el compás de nuestros cuerpos y la inconfundible melodía del deseo.